El reno y el tulipán



Nunca se supo cómo llegó, en la taiga no crecen los tulipanes, es demasiado frío para una flor de ese tipo, que crece en los lugares cálidos. Pero ahí estaba ella, con su morado resplandeciente, en medio de pinos, abetos y robles. Pero también había alces, lobos y renos. Un reno, especialmente, quedó impresionado por aquella flor. La miró -por días- desde lejos, sin atreverse a acercarse a menos de cinco metros de ella. Pero un día, que salió el sol, el tulipán cantó una melodía yoik como muestra de amistad para el reno. Entonces, él decidió acercarse... la miró, la olió y le hizo una señal de saludo.

- Hola, soy Rauni, ¿cómo te llamas? -se presentó el reno.
- Nils, ¿por qué no te habías acercado antes? -interrogó sonriendo.
- No sabía qué decir y me gusta admirar tu color desde lejos.
- Me sentía muy sola, no conozco a nadie; ahora seremos buenos amigos.

Nils y Rauni pasaban horas y horas conversando: él le contaba cómo es la vida en la taiga y ella le cantaba melodías yoiks, que había aprendido de unos lapones que pasaron por ahí. Pero jamás le contó cómo llegó hasta ese lugar tan frío. El resto de animales y árboles prefería no interrumpir sus pláticas, solo de vez en cuando se acercaba a comentar alguna anécdota o a escuchar el canto de Nils. 
Pero un día, la armonía en la taiga se vio interrumpida por una fiesta ambulante. Los lapones danzaban eufóricos con una imagen de Beiwe, la diosa del amor y la primavera. El movimiento estrepitoso hizo que los animales salieran huyendo, pero Nils no pudo hacerlo. Ella asustada gritaba: ¡No me pisen, por favor! ¡Cuidado! ¡Estoy aquí abajo! Pero los lapones no la escuchaban, su vocecilla era -para ellos- un sonido imperceptible. 
Rauni alcanzó a oírla y decidió regresar a protegerla. Con miedo, pero decidido, bajó su cabeza para utilizar sus cuernos como defensa y se abrió paso apresurado entre la gente. La festividad sucumbió en el caos y la desesperación, sobre todo porque -en medio del griterío y el corre corre- los lapones habían dejado caer a Beiwe, a quien veneraban en pleno solsticio de invierno para que en la primera no faltase el alimento. Sin duda, la caída de Beiwe pronosticaba un mal augurio. 
Al fin, Rauni pudo llegar hasta donde se encontraba Nils, pero sobre ella estaba la estatua de Beiwe -que la había aplastado en su mayor parte-. Llorando, Rauni le quitó de encima la estatua e intentó salvarla. Entre sollozos le decía a su amiga que lo sentía, que había hecho todo lo posible para llegar a tiempo. Nils, con la respiración entrecortada, a penas pudo contestarle: - Gracias, no tienes nada que lamentar. Soy un tulipán feliz entre tanto frío y eso te lo debo a ti. 
Fue lo último que pronunció. Las lágrimas de Rauni se mezclaron con los pétalos de Nils, provocando un riachuelo de color lila, que a partir de ese día, cada solsticio de invierno, se logra ver en el lugar donde vivió Nils y al que Rauni regresa a cantar melodías yoiks.

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